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Mercado interior y Derecho europeo de la competencia

El Mercado común es uno de los mayores logros del proyecto de integración comunitario. Fundado en la libre circulación de mercancías, capitales, personas y servicios entre los distintos Estados miembros de la Unión Europea, el Mercado interior viene a concretar un espacio de prosperidad compartida único en el mundo.

Sus orígenes pueden rastrearse ya en 1958. Al amparo del artículo 8 del Tratado de la Comunidad Económica Europea, se abrió entonces un periodo de transición con el que preparar el terreno. Ello permitió, hacia 1970, hacer un primer balance sobre la oportunidad de un mercado único europeo. Se corroboraron ciertos inconvenientes: la muerte de Bretton Woods, la tentativa fallida de lanzar una unión económica y la crisis del petróleo no contribuían en absoluto a crear un entorno propicio. Sin embargo, dos expedientes históricos permitieron abrir paso y relanzar el proyecto. En 1979, el asunto Cassis de Dijon elevaba el principio de reconocimiento mutuo al núcleo más duro del acervo comunitario, y seis años más tarde, el Libro Blanco de Delors proponía una batería de medidas, 279 en total, y una fecha: el 31 de diciembre de 1992.

Es en estas coordenadas en las que deben ubicarse las palabras de Delors, cuando dijo aquello (mutatis mutandi) de que el mercado no sería un “big bang a media noche”. El Acta Única Europea (1986) también contribuyó a la consecución de este objetivo, preconizando una armonización legislativa con la que se buscaba también reafirmar los plazos y las fechas. Sin embargo, fue la Cumbre de Ámterdam, en 1997, la que imprimió mayor impulso al mercado único, afianzando la dinamización económica necesaria a nivel europeo y sentando de paso un recurso jurídico contra los Estados miembros incumplidores. El camino se allanaba, y en 2011, se lograba aprobar la primera Acta del Mercado Único, que vendría seguida de una segunda en 2012 para reforzar las condiciones de movilidad, la protección de consumidores y usuarios, la digitalización y la cohesión social, así como otros aspectos relativos al transporte, la energía o las telecomunicaciones. En definitiva, todo un entramado normativo con el que se pretendía garantizar la no discriminación, la progresividad, la equivalencia en las condiciones de acceso y el reconocimiento mutuo entre los socios comunitarios. O dicho en otras palabras, la libre circulación y la libre competencia.

Por mercancía debe entenderse cualquier bien valorable en dinero y susceptible de transacción comercial, sea esta originaria, si se produce en un Estado miembro mediante el oportuno proceso de transformación; o de libre práctica, esto es, producida en un tercer Estado y afectada por la regulación aduanera.

La libre circulación de mercancías tiene cuatro objetivos:

  1. Eliminar documentación aduanera en intercambios intracomunitarios;
  2. Redefinir las normas de circulación de productos;
  3. Reforzar las fronteras exteriores; y 
  4. Fomentar la cooperación administrativa entre los Estados miembros.

Así, la construcción de un espacio compartido para el libre tránsito de mercancías comporta dos extremos. Ad extra, la adopción de un arancel aduanero común y, ad intra, la prohibición de derechos de aduanas e impuestos equivalentes (barreras físicas) y de restricciones cuantitativas o medidas de efecto equivalente (barreras técnicas). Esto se consiguió en dos fases: una primera que buscaba la creación de una unión aduanera (1 de julio de 1968) y, tras la publicación del Libro Blanco de Delors, otra para la supresión efectiva de las barreras físicas (1 de enero de 1993).

La Unión aduanera deslindó competencias comunitarias y nacionales. A la Unión Europea le correspondería desarrollar la política aduanera, coordinar a las administraciones nacionales, consultar al sector privado, negociar con la OMC y fijar contingentes arancelarios, mientras que los Estados miembros se limitarían a aplicar el Derecho comunitario y a sancionar las infracciones aduaneras.

Se consigue así una política arancelaria propia, basada en una nomenclatura armonizada que, a su vez, engarzaba con las figuras adoptadas por la Organización Mundial de Aduanas. Sin embargo, no fueron pocas las deficiencias que se presentaron: la aprobación de tributos discriminatorios, los monopolios comerciales de Estado, el uso abusivo de las excepciones a la libre circulación de mercancías o la excesiva competencia empresarial, aun hoy, suponen un lastre para el Mercado interior; y la existencia de anomalías como los depósitos aduaneros, las admisiones temporales, los regímenes de perfeccionamiento o el régimen de transformación de mercancías bajo control desvirtúan también, en cierta medida, el libre tránsito que se pretende.

La configuración de la libre circulación de capitales también conoció dos etapas. En un primer instante se procedió a una liberalización meramente formal, proceso que fue impulsado por el Tratado de Roma y por una batería de directivas que se adoptaron entre 1960 y 1962. La liberalización material se produciría más tarde, con el Programa para la liberalización de los movimientos de capital, el Acta Única Europea y las Directivas 85/566 y 88/361 de la Comunidad Económica Europea. En la actualidad, el régimen jurídico del libre tránsito de capitales se recoge en el Capítulo IV del Título III (3ª Parte) del Tratado de la Unión Europea, sobre Capital y Pagos, aparte de las previsiones incorporadas al Tratado de Funcionamiento.

Nuevamente, se produce un deslinde de competencias. A la Unión Europea le corresponde prohibir restricciones a capitales y pagos, establecerlas a terceros Estados, aprobar disposiciones de información, supervisión y fiscalización y, por último, adoptar medidas de salvaguardia para proteger la Unión Económica y Monetaria. Los Estados miembros, por su parte, podrán adoptar medidas justificadas con las que impedir infracciones de Derecho autónomo, activar orden público y establecer procedimientos declarativos a efectos de información administrativa o estadística.

La libre circulación de personas busca facilitar a trabajadores y empresarios el desarrollo de su actividad económica en cualquier Estado miembro. Se desarrolla en los artículos 45 y siguientes del Tratado de Funcionamiento, en el Reglamento (CEE) 1612/1968 y en la Directiva 2004/38/CE, y consiste en un derecho a circular y residir libremente que asiste a todo ciudadano europeo (y que se extiende a su familia) para trabajar o llevar a cabo una actividad económica permanente, siempre que se acrediten recursos suficientes.

La Red EURES, la coordinación de los sistemas nacionales de Seguridad Social a nivel comunitario o las medidas antidiscriminatorias que se han venido aprobando desde Bruselas son fundamentales para garantizar el libre tránsito de trabajadores. Tanto es así, que hacia 1997, el Informe Veil preconizaba una actualización constante de los instrumentos anejos a la libre circulación de trabajadores. Gracias a ello, en la actualidad, se consolida un marco normativo sólido que abarca desde la asistencia sanitaria a las pensiones. Sin embargo, existen importantes retos a cubrir: trabajar en materia de cooperación, formación y protección social resulta imperativo para perfeccionar el alcance de esta libertad.

La libre circulación de servicios, por último, trata de facilitar la prestación de servicios entre Estados miembros. La norma de cabecera sería la Directiva Bolkestein, que se traspone en nuestro ordenamiento a través de las leyes Paraguas y Ómnibus, y procura básicamente la liberalización de servicios remunerados. Transporte, banca y seguros escapan a su ámbito material, sin embargo, en lo que resta, aumenta el ratio de destinatarios, aporta controles de calidad y apuesta por la cooperación administrativa sentando un criterio de ventanilla única. El régimen de declaraciones responsables y comunicaciones (previas) también es fruto de esta directiva.

Cuestión distinta es la libertad de establecimiento, generalmente asociada a esta última. La libertad de establecimiento procura el ejercicio efectivo de una actividad económica determinada por medio de instalaciones permanentes en los distintos Estados miembros. Se regula en los artículos 49 y siguientes del Tratado de Funcionamiento, incluyendo en su ámbito personal personas físicas y jurídicas (con ánimo de lucro), sin perjuicio de regímenes especiales. Esta normativa es la que permite distinguir establecimientos principales de secundarios, a la par que tasa los motivos de activación de orden público y pautas anti-discriminatorias.

Sus similitudes con la libre circulación de servicios, lato sensu, son claras: en ambos casos hablamos de actividades económicas independientes; se amparan tanto personas físicas como jurídicas; se establecen condiciones de interpretación estrictas y se sientan reglas de igualdad de trato. No obstante, las diferencias son notables. El desplazamiento a otro Estado miembro y la voluntad de residencia permanente en él son los criterios que permiten, en definitiva, deslindar una libertad de otra.

Derecho europeo de la competencia

A fin de garantizar estas libertades, el Derecho ha venido observando la creación de una nueva rama en su follaje: el Derecho europeo de la competencia. El núcleo duro de la disciplina se encuentra en los artículos 3 b) del Tratado de la Unión Europea y 101 – 109 del Tratado de Funcionamiento, que acotan el principio de libre competencia.

Existen excepciones a la regla, naturalmente. El apartado primero del artículo 101 prevé exclusiones como la mejora de la producción o la distribución, el fomento del progreso técnico y económico o la participación equitativa en beneficios. Pero realmente se trata de una regla bastante rígida, que entronca con el acervo comunitario y con las pretensiones del proyecto europeo. No debe perderse de vista, en este sentido, lo que establece el artículo 3 del Tratado de Lisboa en su apartado 3:

La Unión establecerá un mercado interior. Obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de precios, en una económica social de mercado altamente competitiva (…)

Para alcanzar este objetivo, la regulación comunitaria se bifurca, y distingue una serie de disposiciones aplicables a empresas (artículos 101 a 106 del Tratado de Funcionamiento) y otras aplicables a los Estados miembros (artículos 107 a 109). Centremos la atención en el primer bloque.

En él se distinguen hasta tres figuras que desvirtúan la libre competencia. Una primera es el abuso de posición dominante, comprendido como el poder económico que ostenta una empresa y que le permite sesgar el régimen de mercado. La fijación de precios, el control de los procesos productivos, la forma de distribuir las fuentes de abastecimiento, la imposición de cláusulas contractuales suplementarias o la aplicación de condiciones desiguales ante prestaciones equivalentes son algunos ejemplos.

Otra figura destacable sería la concentración empresarial. Si el modelo económico europeo tiende a la competencia perfecta, las concentraciones empresariales lo que hacen es desviar la trayectoria al oligopolio, al cártel. Se trata de depositar el poder económico no en una, sino en varias empresas, que se reparten el mercado por cuotas distorsionando la competencia una vez más. Los procedimientos de transacción son habituales.

Por último, habría aludir al concurso anticompetitivo de voluntades, que pivota sobre un acuerdo vertical con el que se trasladan los productos de la fábrica al usuario. Existen excepciones muy puntuales:

  1. Distribución por fabricante;
  2. Distribución por filial;
  3. Contrato de agencia; y 
  4. Contrato de comisión.

Esto en lo que hace al sector privado. Las disposiciones aplicables al sector público incorporan adicionalmente otras dos figuras de impacto.

La más prolija es la ayuda pública. Como regla general, las ayudas públicas se declaran incompatibles con el mercado interior. Sin embargo, el artículo 107 del Tratado de Funcionamiento recoge dos excepciones: las ayudas de efecto inmediato del apartado 2 (sociales, indemnizatorias, extraordinarias); y las de efecto mediato en el apartado 3, si la Comisión Europea, con un amplio margen de apreciación, declara la ayuda compatible.

En cualquier caso, si la ayuda (léase: el préstamo, la subvención, la desgravación fiscal, etc.) afecta a los intercambios comerciales al “falsear la competencia y favorecer a alguna empresa”, deberá declararse incompatible con el Mercado interior.

A estas habría que sumar los derechos de exclusiva que se puedan reconocer a los nacionales de un Estado miembro. Contemplados en el artículo 106 del Tratado de Funcionamiento, se someten al Derecho de la competencia para abrir nuevas áreas de mercado.

Para luchar contra estas lacras es básica la cooperación entre la Comisión Europea y los Estados miembros. El Reglamento 1/2003 introdujo un régimen de declaración responsable y mecanismos para el intercambio de información a fin de constatar infracciones, solicitar medidas provisionales, contraer compromisos o inaplicar puntualmente la normativa comunitaria, verificada con anterioridad la oportunidad de tal acción. 

Un arma igualmente poderosa es el resarcimiento, la indemnización en caso de incumplimiento. No solo porque permite compensar los daños y perjuicios causados, sino también porque garantiza la aplicación del Derecho de la Unión y, en teoría, desalienta otros comportamientos nocivos para la competencia. La litigiosidad es alta en este campo, y las multas que se han llegado a imponer, cuantiosas. Sirva de ejemplo el siguiente gráfico, en el que se recogen y cifran las mayores sanciones impuestas por competencia desleal.

Queda demostrada ya la importancia de la Política Europea de Competencia.

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