La monarquía vuelve a ser tema de discusión en España.
El pasado 3 de agosto, el Rey emérito abandonó el país. El estallido de un presunto escándalo de corrupción le llevó a establecerse en Abu Dhabi para facilitar el desempeño de las responsabilidades de su hijo, como expresaría Casa Real en un comunicado oficial. Dos meses después, la polémica se reavivaba: el Gobierno, aduciendo motivos de seguridad, anunciaba que Felipe VI no acudiría a la tradicional entrega de despachos de la nueva promoción de jueces en Barcelona, desatando la crítica de las asociaciones profesionales. El 12 de octubre, Día de la Hispanidad, no contribuiría precisamente a la distensión: el clima generado por la pandemia y la tensión con cierto sector de la coalición, a razón de una serie de declaraciones en Twitter que incidían en una supuesta falta de neutralidad del Rey, marcarían el curso de la celebración. Y finalmente, el pasado viernes, se conocía que la Fiscalía iniciaba una nueva investigación por blanqueo de capitales a instancias del Sepblac, cuyo informe apunta al descubrimiento de una serie de sociedades opacas aparentemente vinculadas a Don Juan Carlos y radicadas en la isla de Jersey, paraíso fiscal a la sazón.
Todo este mosaico de acontecimientos ha logrado sacar nuevamente a la palestra el debate sobre la monarquía. Algunos llegan incluso a acusar a Pedro Sánchez de una deriva presidencialista en sus acciones, llamada a elevar dicho debate a un plano institucional. Conspiraciones aparte, lo cierto es que la prensa está incidiendo en la confrontación, sean unas u otras las inclinaciones, con lo cual, abordar la cuestión en todo su rigor se hace imperativo. ¿Qué legitimidad presenta la monarquía en nuestro país? ¿Qué encaje constitucional recibe? ¿Qué funciones detenta? Es a estas incógnitas a lo que nos dedicaremos en las siguientes líneas; unas incógnitas estrechamente ligadas a la proyección internacional de la magistratura.
Evolución histórica de la Corona
La pregunta por la legitimidad de la Corona en España se resuelve en dos frentes: histórico y constitucional.
La legitimidad histórica, o dinástica, que presenta la monarquía española se recoge en el artículo 57 de la Constitución, cuyo apartado primero expresa que la Corona es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. El precepto viene a enfatizar quince siglos de monarquía católica, únicamente excepcionados por tres etapas de nuestra historia reciente: las dos repúblicas y el franquismo. Pero además, subraya especialmente los tres siglos de dinastía borbónica que han definido nuestra Jefatura de Estado, salvado el breve impasse que protagonizaron José I Bonaparte durante la Guerra de Independencia y Amadeo I de Saboya de la mano del General Prim.
A ello debe sumarse la legitimidad constitucional (o democrática) de la Corona, la cual se perfila en el artículo 1.3 de la Carta Magna en los siguientes términos: la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria. La interacción entre la Jefatura de Estado y las Cortes Generales, en tanto que depositaria de la soberanía popular, es, por lo tanto, lo que define la forma del Estado español. Una forma política que debe conectarse a su vez con dos datos históricos. En primer lugar, la aprobación parlamentaria de la Constitución Española: 316 votos a favor en el Congreso de los Diputados y 226 en el Senado. Y en segundo lugar, la aprobación vía referéndum del mismo texto, con un 87,87% de respaldo popular.
Es lo que se denomina “legitimación en bloque”. Al aprobarse la Constitución por la ciudadanía, tanto directa como indirectamente (es decir, votación parlamentaria y referéndum), se aprobó cada título que la compone, incluido el segundo: De la Corona. Es cierto que la magistratura es hereditaria; es cierto que lo es en los descendientes de Juan Carlos I, como se indica en el artículo 57.1. Pero no es menos cierto su trasunto democrático. La legitimación que obtiene es estática, no dinámica. Acostumbrados al voto que ejercemos periódicamente para elegir a nuestros representantes, es un dato que puede chirriar. Sin embargo, el razonamiento del constituyente se construyó en base a esta premisa. Parafraseando a Konrad Hesse, no hay constitucionalismo que mil años dure, y por ello, las garantías de reforma que se insertaron en las constituciones democráticas del siglo XX se entendieron como la mejor forma de canalizar la voluntad popular y asegurar, a la par, la estabilidad que precisan instituciones tan esenciales como la Jefatura de un Estado. De esta forma, solo la reproducción de un consenso afín al original puede ser suficiente para favorecer tamaña revisión del sistema.
Hecha esta precisión, puede abordarse el análisis histórico con mayor rigor. Desde un punto de vista comparado, aunque también estrictamente europeo, la Corona es producto de tres etapas básicas.
La primera de ellas es el proceso de racionalización de la misma, fundado a su vez en dos aproximaciones distintas, política y jurídica. Políticamente, la monarquía se asocia al aura de virtud del gobernante. Es la justificación clásica, asociada a la potestas regia que en un principio se arrogaron los reyes. Sin embargo, el paso de los tiempos (y la decadencia del absolutismo) informaron la concepción jurídica de la Corona, basada en el simbolismo constitucional de la misma y en un concepto amortiguado de potestas al que se dio el nombre de auctoritas. Es en este punto en el que comienza a divergir la experiencia europea.
Tras este proceso de racionalización, surge en segundo término la concepción británica de la monarquía. Afianzada en la tradición del precedente jurídico (Common Law), defiende la identificación de la Corona con el poder ejecutivo, siendo así que su naturaleza jurídica se circunscribe a mera corporación. Ello contrasta claramente con la experiencia europea, tercer estadio a considerar. Fundada, por oposición incluso, en la tradición continental o germánico-románica, sostiene la identificación de la Corona no con el poder ejecutivo, sino con el Estado. Ya no se trata de una mera corporación, sino de una auténtica magistratura en la que descansa la Jefatura del mismo, y que por lo tanto, queda consolidada en el aparato institucional de forma más neutra si cabe.
Fruto de estas tres fases es la configuración actual de la monarquía, ambivalente a veces entre ambos modelos. Se habla así de la Corona como órgano, con capacidad funcional para arbitrar el funcionamiento de los poderes públicos, en la estela de la experiencia europea que define el Estado como aparato y perfila a la institución desde un punto de vista jurídico; pero también de la Corona como símbolo, con capacidad potencial de representación y a la zaga del paradigma británico, en consecuencia, que concibe al Estado como comunidad acusando su vertiente histórica.
Encaje constitucional
En España, la Corona se regula en el Título II de la Constitución, artículos 56 a 65. Constituye uno de los tramos más protegidos de la Carta Magna. Así, por ejemplo, el artículo 86 en su apartado primero la excluye del ámbito material del Decreto-ley por entenderse “institución básica del Estado”, y el 168, que traza un íter cualificado de reforma conocido como revisión constitucional, la asume en su tenor literal, blindando a la monarquía frente a mayorías exiguas y corroborando lo ya apuntado a propósito de los consensos afines al original.
Dicho esto, el artículo 56, clave de bóveda del título, establece que el Rey es el Jefe del Estado, y que actúa como símbolo de su unidad y permanencia en el desempeño de sus funciones constitucionales. De lo dispuesto en este inciso, se extrae que la naturaleza jurídica del Rey se mueve entre la experiencia británica y la europea continental. O lo que es lo mismo: se articula como órgano, capaz de arbitrar el funcionamiento de los poderes públicos, y como símbolo, habida cuenta de la importante carga representativa que se le atribuye constitucionalmente. No obstante, su rol parece estar ligeramente escorado al primero de los polos, y eso nos lleva a considerar la figura del refrendo.
El Rey, por sí, únicamente puede hacer dos cosas: distribuir la cantidad global que recibe de los Presupuestos del Estado para el sostenimiento de su Familia y Casa, y nombrar o relevar a los miembros civiles y militares de Casa Real; así se indica en el artículo 65 de la Constitución, con el que se pone fin al Título II. El precepto enfatiza la capacidad que le asiste para hacerlo libremente, siendo así que en todo lo demás, el Rey precisa de un complemento funcional básico.
El refrendo es ese complemento. Como sea que la figura del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad (artículo 56.3), se necesita un instrumento jurídico a través del cual trasvasar o descargar dicha irresponsabilidad. Nace así el refrendo (artículo 64), un instituto jurídico que entronca con la máxima The King can do no wrong, según la cual el Rey reina pero no gobierna, y que da carta de naturaleza hoy a la denominada doctrina de los actos debidos. En su virtud, se traslada la responsabilidad del monarca en el ejercicio de sus atribuciones a otro sujeto. Ese otro sujeto podrá ser el Presidente del Gobierno, los Ministros, el Presidente del Congreso o incluso el Jefe de Casa Real, que asumen en su nombre las consecuencias que se puedan derivar, eventualmente, de su acción constitucional. La doctrina ha tasado hasta tres modalidades de refrendo. El expreso, basado en la contrafirma que deja el Rey en los documentos oficiales; el tácito, fundado en la colaboración o mera presencia del Gobierno allí donde el Rey intervenga; y el presunto, que presupone precisamente una suerte cobertura legal del Gobierno a cada acto del Rey.
En cualquier caso, el refrendo viene a atestiguar una situación de “privilegio sustantivo”, como ya apuntó el Tribunal Constitucional en su sentencia 111/2019. No se asocia a la inviolabilidad, una garantía que aplica al Rey tanto en el ejercicio de sus funciones como allende las mismas para evitar la censura o un control abusivo de sus escasas funciones. Se asocia, antes bien, a la irresponsabilidad, la cual, aplica en exclusiva al ejercicio de sus funciones como una auténtica excepción al sistema. Quiebra así el principio de responsabilidad de los poderes públicos que contempla el artículo 9.3 de la Constitución y, desde un punto de vista más político que jurídico, quiebra también otros preceptos como el artículo 76, en el que se regulan las comisiones de investigación, y de las cuales, queda exento el monarca. En definitiva, la irresponsabilidad constituye una auténtica singularidad en nuestro ordenamiento; singularidad estrechamente relacionada con las funciones que el Rey está llamado a desempeñar como órgano constitucional del Estado.
Función representativa
Haciendo exégesis de lo dispuesto en los artículos 62 y 63 de la Constitución, la doctrina ha venido a agrupar las funciones del Rey en tres categorías básicas.
La primera de ellas reconduce la función estrictamente simbólica del monarca, es decir, se asocian al Rey como símbolo y unidad de permanencia del Estado. Entre ellas, podrían sistematizarse las siguientes:
- Desempeñar Alto Patronazgo de las Reales Academias;
- Ejercer del derecho de gracia;
- Ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas;
- Conferir empleos civiles y militares; y
- Conceder honores y distinciones.
A estas se suman las funciones moderadoras, en las que el Rey actúa como árbitro para el correcto funcionamiento de las instituciones públicas. Básicamente, pueden destacarse las siguientes:
- Sancionar y promulgar las leyes;
- Convocar y disolver las Cortes Generales;
- Convocar elecciones y referéndums;
- Proponer al candidato a la Presidencia del Gobierno;
- Nombrar y separar a los miembros del Gobierno; y
- Presidir y expedir los decretos acordados en Consejo de Ministros.
Y por último, y de forma destacada a los efectos que aquí interesan, estaría la función representativa. El Rey actúa también como representante del Estado en las relaciones internacionales, lo cual, permite acotar hasta tres funciones más:
- Acreditar y recibir la acreditación de los Embajadores;
- Prestar consentimiento para la ratificación de los tratados; y
- Declarar la guerra y la paz.
Con estos catorce puntos, se ofrece una visión amplia de la misión que la Constitución Española encarga al Rey. Todas ellas, a excepción de las que se asocien a lo dispuesto en el artículo 65 de la misma, necesitadas de refrendo. Pero todas, a su vez, representativas del rol que la Corona está llamada a desempeñar en el ordenamiento constitucional. Tanto es así que el Derecho internacional público se encarga de dar una cobertura adicional (y unas implicaciones) a este compendio funcional.
Surge así el concepto de plenipotencia, en primer término. La Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados aborda en su artículo 7 qué órganos son competentes para la celebración de acuerdos internacionales. Distingue a la sazón entre plenipotenciarios originales y derivados, y es precisamente entre los primeros donde podemos encontrar a los Jefes de Estado; el Rey, en el caso español. La plenipotencia es el instrumento a través del cual se articula el ius contrahendi. Sin embargo, ocurre que algunas personas los “traen ya de serie”. Los jefes de misión diplomática, allí donde estén destinados, así como los representantes estatales en conferencias u organizaciones internacionales son plenipotenciarios derivados; precisan de una habilitación para poder comprometer a sus Estados por vía de tratado. Sin embargo, los Jefes de Estado, Jefes de Gobierno y Ministros de Relaciones Exteriores no: su posición y cargo les capacita ya de por sí para comprometer a su país, y por lo tanto, no es preciso extender una plenipotencia al efecto. Esta circunstancia, que recibe igual tratamiento en nuestra Ley 25/2014 de Tratados y otros Acuerdos Internacionales (artículos 9 y 10), es fiel reflejo de la dignidad nacional que recibe una persona en atención a su cargo y responsabilidad.
También podría destacarse, en este mismo sentido, el régimen jurídico de los actos unilaterales de Estado: manifestaciones de un Estado con intención de obligarse jurídicamente que no depende del comportamiento de otros sujetos y es expresada públicamente por una autoridad competente en el plano de las relaciones internacionales, independientemente de toda forma de declaración, respecto de situaciones concretas de hecho o de derecho con un objetivo siempre muy preciso. Se trata de una de las figuras más curiosas del Derecho internacional público, imbricadas en la autonomía de la voluntad y en la buena fe, pero de marcado carácter vinculante una vez se produce. Protestas, notificaciones, promesas, renuncias, reconocimientos… son algunas de las distintas formas que puede adoptar un acto unilateral de Estado. Y el Rey es, nuevamente, una de las magistraturas vinculadas por esta institución, en congruencia con el artículo 7 de la Convención de Viena de 1969.
Por último, podría aludirse al estatuto jurídico de inmunidades y privilegios, cuestión que en nuestro ordenamiento se recoge en la Ley Orgánica 16/2015, pero que recibe distinto tratamiento según el país, aunque la Convención de Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas parece incidir en cierta medida homogeneizando las garantías mínimas dispensables. La ley mencionada, por ejemplo, reconoce en sus artículos 21 y siguientes desde la inviolabilidad hasta las inmunidades de jurisdicción y ejecución, según los casos, y distingue asimismo el régimen jurídico aplicable a una autoridad en ejercicio del que se aplicaría a otra que hubiese cesado ya en sus funciones. A ello, quizá, cabría sumar el blindaje jurídico-penal que recibe la Corona en nuestro país, tal como se desprende de los artículos 605 y 606 del Código Penal.
Todos estos institutos no hacen sino poner de relieve el estatuto jurídico singular que asiste al monarca y la capacidad de la que dispone. John Locke ya apuntó la representación genérica (o ius representationis omnimodae) que asiste al Rey en el ejercicio de sus competencias, encajándola en la órbita de un federative power o poder federativo que permite al príncipe comprometer al Estado en el marco de las relaciones internacionales. Coordinar esta realidad con el simbolismo y la lógica parlamentaria y democrática de nuestro tiempo se hace esencial para dar encuadre a las Coronas europeas en el marco legal del que nos hemos dotado. Solo una concepción actualizada y coherente de la monarquía permitirá su supervivencia en los años venideros.

Graduado en Derecho y Administración Pública y Gestión por la Universidad de Sevilla, encontré mi vocación por las Relaciones Internacionales hace algunos años, lo que me llevó a cursar un posgrado en Diplomacia en el Centro de Estudios Internacionales de Barcelona. Me gusta la política internacional, los idiomas y, sobre todo, escribir; he publicado en varias ocasiones sobre temas jurídicos, pero ahora busco hacerlo en este campo, subrayando la función filosófica (e incluso moralizante) de la disciplina. Prometo que será leve, ¿me sigues?