A finales de 2019, en Wuhan, comenzaba a campar a sus anchas un virus del que pocos habían escuchado hablar, y que afectaría a nuestro futuro más cercano sin que muchos sospechasen de ello. Comenzaba así la pandemia provocada por el Coronavirus o COVID-19. Ésta afectó a ciertos países sobre manera (como España, Italia, Estados Unidos o los latinoamericanos) mientras que otros fueron ejemplo de gestión sanitaria, como Grecia. Países que han salvado vidas, pero no su economía (Australia o Nueva Zelanda); países que ni lo uno, ni lo otro (España, Italia o Francia); países que las dos (Taiwán o Corea del Sur); y muy pocos que se han centrado más en lo segundo, en la economía, que en las vidas (Estados Unidos).
Uno de los instrumentos con los que contaban los gobiernos para hacerle frente a esta crisis sanitaria sin precedentes, en lo que llevamos del s. XXI, ha sido el confinamiento. No solo Italia y España (como veremos ahora) lo decretaron, sino que ha sido impuesto a lo largo y ancho del planeta; desde Ruanda, que fue el primer país africano en ordenarlo hasta Nueva Zelanda o Bolivia. Otros, como Brasil, República Checa o Pakistán lo acogieron parcialmente.
En el caso de España, se ordenó a partir de la declaración del estado de alarma, instrumento jurídico recogido en el Título V de la Constitución Española, concretamente, en el artículo 116: sobre los estados de alarma, de excepción y de sitio. Que, a su vez, se desarrolla por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, cuyo «apartado b)» trata las crisis sanitarias como las pandemias. Por tanto, al enfrentarnos a una de éstas, era más que legítimo acogerse al mismo. De hecho, cuando se decretó a mediados de marzo la curva de casos en España aumentaba exponencialmente.
Sin embargo, este estado de alarma, en el que aún seguimos, ha limitado derechos como el de libre circulación, derecho fundamental recogido en nuestra norma suprema de 1978. Tanto es así que, hasta hace semanas, sólo se podía salir a la calle para los casos previamente dispuestos por el ejecutivo, como comprar, ir a la farmacia o aquellos que fuesen de urgente necesidad; lo que, para algunos expertos, era más propio de un estado de excepción, recogido en el capítulo III de la LO 4/1981.
Estas discusiones doctrinales, que son más que habituales en un Estado de Derecho como España, recurrían al artículo 13 de dicha ley para señalar, por unos, que, en España sólo se estaban limitando derechos pero jamás suspendiéndolos, y, por otros, para atestiguar que, el derecho a la manifestación, por ejemplo, también es fundamental, y se había suspendido sustancialmente. Finalmente, el 2 de mayo comenzó la denominada «desescalada», con la que, a través del avance de las diferentes fases se está volviendo a la normalidad. Habrá que ver en que queda, desde el punto de vista jurídico, todo esto.
Por su parte, la carta magna de 1948 de Italia no recoge el estado de alarma en sí, aunque sí dispone de medidas extraordinarias para catástrofes como éstas. De hecho, declaró el estado de emergencia por 6 meses el 31 de enero, desarrollado por Decretos Leyes. Como vemos, medidas muy parecidas que han dado datos muy similares: España, con 243 mil casos confirmados, 173 mil recuperados y 27.136 fallecidos -a día de hoy-, e Italia con 236 mil casos confirmados, 145 mil curados y 34.223 fallecidos -a 13 de junio de 2020-.
¿Habrá sido el confinamiento la mejor opción posible? Sólo cuando termine este «cisne negro», este suceso sorpresivo, se podrá analizar objetivamente. Esperemos que todo acabe lo más pronto posible.
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Criminólogo con mención en criminalidad y seguridad internacional y jurista con especial interés en el mundo del compliance, la abogacía y la mediación. Soy músico, debatiente, corredor, melómano, cinéfilo y lector en mis tiempos libres. Nos vemos por Córdoba.