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Alfonso XII y la política exterior de España (I)

La actual Constitución que configura el ordenamiento jurídico español, así como su sistema político, habiendo sido promulgada en 1978, tiene el honor de ostentar el título de ser el texto constitucional español más longevo de la historia política y constitucional del país; hasta entonces, la Carta Magna que gozaba de tal dignidad era la que vio la luz a finales del siglo XIX y que tendría vigencia hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923: nos referimos a la Constitución de 1876, con la que se inicia el período histórico que ha trascendido con el nombre de Restauración borbónica o Restauración a secas.

Dicha Ley Fundamental, de tan solo 89 artículos, logró asentar los pilares de una Monarquía Constitucional de Gobierno Parlamentario, a imagen y semejanza del modelo que se había implantado en otros países del entorno, y traer consigo un período de paz y estabilidad en la siempre agitada y convulsa política española del siglo del Romanticismo. Así, durante casi cinco décadas, esta Constitución vino a recoger la tradición constitucional española surgida en 1812 -obviando el Estatuto de Bayona, de 1808-, y lo hizo de la mano de su principal artífice, el político conservador malagueño, Antonio Cánovas del Castillo.

De manera socorrida, los autores se refieren a esta Constitución como la que propició la materialización de la idea de Cánovas de implantar en España un sistema bipartidista, emulando el modelo inglés, que brindaría a esta castigada nación por los reiterados conflictos civiles, ya fueran de orden dinástico -carlistas frente a isabelinos- o alimentados por las animadversiones entre monárquicos y republicanos, y que se sucedieron en múltiples ocasiones a lo largo de la centuria que nos ocupa, la posibilidad de disfrutar de la tan ansiada estabilidad social y política gracias al pacto entre los principales partidos para sucederse en el Gobierno.

No obstante, esta alternancia pacífica entre Conservadores y los Liberales de Práxedes Mateo Sagasta no fue tal hasta ya la muerte del monarca en cuya persona se encarnó la Restauración borbónica y, por ende, la promulgación del texto constitucional de 1876. Alfonso XII tan solo contó con once años para ver desplegadas las ideas condensadas en este cuerpo constitucional, en el que él, como monarca constitucional, contaba con una serie de privilegios que lo convertían en una suerte de cuarto poder del Estado, un moderador entre los poderes Ejecutivo y Legislativo; es la denominada prerrogativa regia, por la que el Rey conserva potestades concernientes a la formación y disolución de las Cortes, el mando de las Fuerzas Armadas (art. 52 CE 1876) o la intervención de la política exterior (arts. 50 y 54, apartados cuarto y quinto CE 1876).

Así las cosas, este artículo se propone rescatar la figura de este Borbón singular, destacando cómo sus proyectos y aspiraciones para España condujeron al país a una alianza con la Alemania imperial de Guillermo II, pues, no en vano, Alfonso XII es reconocido por sus convicciones liberales y por una fuerte inclinación hacia el modelo parlamentario inglés y las técnicas militares más vanguardistas empleadas por Bismarck. Su historia, marcada por el exilio de su augusta madre, la depuesta Isabel II, es la de un joven consciente del panorama nacional e internacional gracias a su formación en las principales capitales europeas de la época, como París o Viena, que llegó incluso a ofrecer soporte militar a Alemania en caso de una potencial guerra que volviese a enfrentar a los germanos contra Francia, conflicto que, a la sazón, devino en la Gran Guerra de 1914, cuyos antecedentes pueden remontarse a la Guerra de Crimea, de 1853, y, más concretamente, a la Guerra franco-prusiana, acaecida en 1870, y que supondrá uno de los ejes articuladores de estas líneas.

En esta primera parte, se aborda un relato escasamente conocido por el público y que no es otro que las implicaciones que España tuvo en el devenir de la Historia de Europa, de la que, habitualmente, se la aparta, considerándosele una potencia enfrascada en sus asuntos internos, alejada de la realidad de su entorno. Nada más lejos de la realidad: la restauración de Alfonso XII tiene entre sus antecedentes ser el detonante de un conflicto que trastocará el tradicional equilibrio europeo con su habitual sistema de alianzas; a su vez, la llegada de este monarca también estuvo a punto de posicionar a España en un lugar insospechado. Pero eso ya es contenido del segundo de estos artículos dedicados a Alfonso XII y su política exterior.

Si por algo se caracteriza el siglo XIX español es por haberse revelado como el período histórico más veleidoso que llegó a ser testigo de tres abdicaciones; un conflicto bélico con la Francia de Napoleón; tres guerras civiles; multitud de pronunciamientos militares, tanto infructuosos como exitosos; la promulgación de hasta seis textos constitucionales y el proyecto de otros dos non natos; así como de la implantación de tres dinastías diferentes de la mano de Monarcas pertenecientes a la Casa de Borbón, Casa de Bonaparte y a la Casa de Saboya, en cuyos interregnos se llegó a proclamar la I República con nefastos resultados.

El punto de partida de este análisis, pues, ante tal agitada coyuntura, debe situarse, para evitar excesivos prolegómenos, en septiembre del año 1868, momento en el que La Gloriosa obligó a Isabel II a emprender un exilio que la llevaría a recorrer diversas ciudades de la geografía europea. Establecido un Gobierno Provisional, se procedió a la convocatoria de elecciones, por sufragio universal directo, a Cortes Constituyentes para los días del 15 al 18 de enero de 1869[1], abriéndose, desde ese momento previo a la redacción de un proyecto constitucional, el debate en torno a la forma de Gobierno que debería implantarse a continuación. El proceso electoral dio como vencedores a aquellas facciones reconocidas como monárquicas, incluidos los cimbrios; no obstante, téngase aquí presente que estos grupos, que, si bien apoyaban la Monarquía, aborrecían la idea de un Trono ocupado por un Borbón.

El hecho de que una amplia mayoría política y social se mostrase a favor de un régimen monárquico se explica por los acontecimientos que se estaban produciendo allende los Pirineos. La Revolución Francesa había sentado un precedente republicano que gozó de gran éxito en los años inmediatamente anteriores al ascenso al poder de Napoleón; convertido en Emperador, colocó a la cabeza de los gobiernos de aquellas regiones que conquistaba a sus familiares, a los que ofrecía el título de Rey, lo que conllevó que el sistema republicano no llegara a consolidarse. Y prueba de ello es la Europa surgida tras el Congreso de Viena, de la que Francia, Bélgica o Grecia son solo tres ejemplos de que el sistema preferido para acabar con los conflictos sociales era el monárquico; toda vez que, en los posteriores procesos unificadores de Italia y Alemania, éste se reveló como motor aglutinador de las masas y promotor de la causa; es en ellos donde encontramos dos dinastías que resultan de gran interés para el propósito de estas líneas: la de Saboya en Italia, y la de Hohenzollern en Alemania.

De esta forma, la Constitución de 1869, surgida de las Cortes Constituyentes, reconoce, en su artículo 31, que la forma de Gobierno de España es la Monarquía; en consecuencia, dicho mandato constitucional urgía a encontrar un individuo con la dignidad suficiente para ocupar el Trono español; en el entretanto, se estableció una Regencia en la persona del general Serrano (Unionistas), en tanto que la Presidencia del Gobierno recaería en otro general, Juan Prim (Progresistas), que ya desde los inicios de la Revolución había manifestado su rechazo frontal a los Borbones, a los que “jamás, jamás, jamás” querría volver a ver al frente de España.

Llegados a este punto, conviene hacer un inciso para precisar que el sistema político consagrado en el mencionado precepto queda enmarcado en la tradición constitucional surgida en Europa de la mano de la Ilustración y la inspiración que representaba el modelo político inglés. Detenernos en ella y en su evolución resultará de gran ayuda para comprender la regia prerrogativa, potestad otorgada al Monarca para ostentar la política exterior del Estado.

Y es que, después de 1789, la doctrina de la separación de poderes fue arraigándose en Europa paulatinamente, como demuestra la Constitución de Cádiz, bajo la firme creencia de que ésta no suponía óbice alguno para sostener y defender la permanencia de la Monarquía; no en vano, en los albores de la centuria siguiente a la Revolución Francesa, no se había configurado aún la institución del Gobierno, de manera tal que se antojaba posible la implementación de un orden político en el que, respetándose la separación de poderes, el Poder Ejecutivo recayese en la Corona; nacían así las Monarquías Constitucionales que se prolongaron hasta principios del siglo XX.

El paso del tiempo demostraría que los intereses del Rey raramente coincidían con los del Parlamento y a la inversa; es en este momento cuando, en Inglaterra, comienza a afianzarse una figura política novedosa que actuaba como elemento intermedio entre el Parlamento y el Monarca; el origen, no obstante, del Gobierno en el otro extremo del Canal de la Mancha es fruto del azar, puesto que la Familia Real que ocupaba el Trono inglés a mediados del siglo XVIII, los Hannover, siendo de origen alemán, pasaba largos períodos en sus territorios germánicos, lo que provocaba que sus ministros se reunieran sin su presencia en lo que vino a llamarse gabinete, que, progresivamente, fue adquiriendo competencias ejecutivas en detrimento del soberano.

Sin embargo, los Estados cuyo sistema consideraban al Gobierno como una suerte de interlocutor entre la Corona y el Parlamento, estuvieron mal vistas a ojos de los puristas defensores de la estricta separación de poderes, para quienes esta figura ejecutiva no podía tomar asiento al lado del Legislativo. Así, las Monarquías configuradas a imagen y semejanza de la inglesa recibieron la denominación de Monarquías Constitucionales con Gobierno Parlamentario, caracterizadas, además, por dos elementos nucleares como eran el bipartidismo y el sufragio censitario; en ellas, el Rey era considerado el representante primigenio de la Nación y, por ende, encarnación del Estado, ostentador de un Poder Ejecutivo que se balanceaba entre su persona y la del Consejo de Ministros. Ésta es la antesala de las actuales Monarquías Parlamentarias europeas que, siendo igualmente consagradas, previstas y articuladas en una Ley Fundamental únicamente conceden un papel simbólico a la Corona. Como apunte anecdótico, uno de los países europeos que aún hoy se configura como una Monarquía Constitucional es Liechtenstein.

El poder atesorado por los reyes se veía mermado por el trasvase de sus competencias históricas en la nueva figura política que era el Gobierno, y, como transición en esa pérdida de autoridad, se les reconocía un cierto poder residual que se conoció como prerrogativa regia, ya que lo que se pretendía era dotar al sistema de la estabilidad necesaria para afianzar el papel del Parlamento: de éste saldría el Gobierno, al que podría controlar al someterlo a cuestiones de confianza o mociones de censura, así como supeditar su continuidad a la aprobación de unos Presupuestos públicos. Por su parte, el Rey, en calidad de representante del Estado, se revelaba como un árbitro defensor de los intereses de la Nación, más allá de los partidistas, y por ello, se le confería la facultad suficiente para, entre otros aspectos, dirigir y ejecutar la diplomacia del Estado en sus relaciones internacionales.

La maquinaria política conformada con la Constitución de 1869 se ponía en marcha, y, mientras algunos buscaban candidatos de otras Casas Reales, un sagaz político andaluz, diputado elegido en el proceso constituyente que nos ocupa, se dedica a tejer lazos con la depuesta Isabel, a la que convence para que abdique en su hijo Alfonso, de tan solo trece años de edad, en junio de 1870. Así, España, en su búsqueda de un candidato real, iba a enconar más las relaciones entre las principales potencias europeas, inmersas en un proceso de apogeo industrial y expansionista.

Candidaturas a la Corona española

La diplomacia española se iba a ver afectada inevitablemente ante el nombramiento del nuevo Monarca, dado que estaba en juego la hegemonía de potencias como la Francia de Napoleón III, Inglaterra o Alemania, que se mostrarían preocupadas por encontrar en España un potencial aliado, favorable a sus intereses; algo similar a lo sucedido en 1700, cuando diferentes Estados del Continente intervinieron en la cuestión sucesoria española, dándose lugar a la Guerra de Sucesión que culminó con la instauración de la dinastía Borbón en nuestro país. La consulta a los Reyes de Francia, Gran Bretaña o Alemania no era precisa ni obligatoria, pero sí lo era tener presente sus inclinaciones y deseos. En este contexto, la prensa española satirizaba con viñetas que mostraban a Serrano y a Prim subastando la Corona entre diversas familias reales europeas en un delicado juego de equilibro, en el que España ponía a prueba su tradicional alianza con los vecinos franceses.

Estos malabares, por tanto, a los que aludimos, encarnaron un baile de nombres que, para sintetizar, expondremos del modo más esquemático.

Casa de Orléans

Su candidato fue Antonio de Orléans, Duque de Monstpensier, hijo del también depuesto Luis Felipe de Orléans, último Rey de Francia antes de la proclamación del Segundo Imperio Francés en la persona de Napoleón III, de los Bonaparte. Cuñado de Isabel II a través del matrimonio con la hermana de ésta, no cesaba en su empeño por alcanzar la Corona española intrigando contra Isabel. Así, la enemistad entre los Orléans y los Bonaparte, y el rechazo de la opinión pública española hacia el personaje, que contribuía con apoyo financiero a los Unionistas de Serrano, despertaba suspicacias en Prim, declarado francófilo.

Como veremos a continuación, las sucesivas candidaturas presentadas, tan pronto como se ponían sobre la mesa, eran desechadas, de modo que, tras una larga búsqueda, todo parecía apuntar a que el Duque de Monstpensier era el único elegible. Aquí tiene lugar la aparición de Enrique de Borbón, Duque de Sevilla, nieto de Carlos IV, que, haciendo gala de la defensa de la Nación y los españoles, retó al francés a un duelo que se saldó con la muerte física de Enrique, y con la política de Antonio, al que se le retiraron los apoyos.

Este personaje, sin embargo, volverá a intervenir en la vida política española y en la personal de Alfonso XII: no debemos olvidar que el Duque era tío político de un joven y enamorado Alfonso de su prima María de las Mercedes, hija del de Orléans, con la que llegó a contraer matrimonio para disgusto de Cánovas; asimismo, es a Antonio de Orléans a quien se le atribuye la planificación, años más tarde, del asesinato del general Prim en la calle del Turco.

Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha

En la vecina Portugal había un Rey viudo de nombre Fernando; el título lo recibió gracias a su matrimonio con la Reina María II, siendo otro de los descendientes de los Sajonia-Coburgo, que habían logrado ocupar los principales Tronos europeos[2]. El palmarés familiar fue suficiente para que un gigante como Gran Bretaña brindase su beneplácito a la candidatura defendida, en esta ocasión, por los Progresistas de Prim. El General y los suyos veían en la persona de Fernando la posibilidad de ver materializado el ideal de una Unión Ibérica, de la que recelaban Francia, que se encontraría, en caso de conflicto, con un rival fuerte y unido, y la propia Portugal, que prefería la independencia y cuyo Monarca no estaba personalmente interesado en la causa.

Casa de Saboya

La Península Itálica acababa de asistir a la unificación de los múltiples Estados que la poblaban gracias a la labor del Conde de Cavour y del Rey de Cerdeña Víctor Manuel, de la Casa de Saboya. Habida cuenta de los intereses contrapuestos de los Unionistas y Progresistas, y habiéndose retirado el Rey portugués de una carrera que le era indiferente, Prim pone la mirada en esta dinastía al alza en estos momentos en el contexto internacional que, además, era protegida por los franceses. El elegido era uno de los hijos del líder del proceso unificador, Amadeo de Saboya, que, sin embargo, tan rápido como le fue ofrecido el título regio lo declinó. Como bien es sabido, tras un proceloso proceso que aquí omitiremos para otorgarle preeminencia al conflicto bélico que vendría a cambiar el curso de la historia de Europa, este joven italiano se convertiría en Amadeo I de Saboya, Rey de España, durante apenas dos años, pues cejó en su empeño por tratar de “gobernar un país tan hondamente perturbado”.

Casa de Hohenzollern-Sigmaringen

Así las cosas, hubo que barajar otro aspirante. Bien posicionado familiarmente estaba el prusiano Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, que, además, profesaba la fe católica, pero tanto Francia como Inglaterra se espantaron ante tal propuesta, que amenazaba el tradicional equilibrio europeo, liderado por ambas, dado que Prusia, que estaba logrando un poder cada vez mayor en el plano europeo al avanzar en la estatalización de la Confederación Germánica, se granjearía un socio aún con peso e influencia, aunque residuales, en la política internacional.

Un desesperado Prim llevó en secreto las negociaciones con la candidatura alemana, de la que debía conseguir un pacto por el que una España de la dinastía Hohenzollern, en caso de enfrentamientos entre prusianos y galos, se mantendría al margen. El general y los suyos acuerdan que la negociación se realizará a dos bandas: tras conseguirse un acuerdo con los prusianos, éste se trasladaría a los franceses a los que se convencería de la conveniencia de aceptar un Rey español Hohenzollern.

La Guerra franco-prusiana: el detonante español

En 1870, la unificación de Alemania aún no se había completado; restaba la región de Baviera, de inclinaciones profrancesas, y Bismarck, canciller y principal promotor de la estatalización germánica sobre la base del despertar de un profundo sentimiento nacionalista, sabía de la conveniencia de una guerra con Francia, a la que conocía superar militarmente, para culminar con su proyecto. Por su parte, el Rey prusiano Guillermo I, no se mostraba partidario de declarar la guerra a Napoleón III, de manera que, tras haber mostrado su consentimiento inicial a que su primo Leopoldo de Hohenzollern vistiese la Corona española, lo retira tras arduas negociaciones diplomáticas con el Emperador francés.

Con la declinación de la propuesta, Bismarck ve amenazadas sus soterradas pretensiones, por lo que trata de forzar la reactivación de la causa española, provocando la exaltación del cuerpo diplomático francés que, representado por el embajador en Berlín, el Conde Vicent Benedetti, solicita una entrevista personal con el Rey de Prusia en el balneario de Ems. La charla resultó fructífera para los intereses franceses, pues el Monarca salió de ella demandando al padre del candidato alemán al Trono español que se retirase de manera oficial el desistimiento por parte de los Hohenzollern al Reino de España en un comunicado que se hizo público el 12 de julio de 1870.

Un Bismarck que creyó ver mermadas sus esperanzas de concluir la unificación observó cómo la opinión pública francesa le exigía a su embajador que el Káiser plasmara por escrito que Prusia no promovería la llegada a España de un familiar de la Casa Hohenzollern; esta exigencia no pudo o no quiso ser satisfecha por Guillermo, que, la noche del 13 de julio, telegrafió a su canciller narrándole lo sucedido y afirmándole que “no sería posible ni correcto asumir tales obligaciones (comprometerse por escrito a reactivar la candidatura] para siempre jamás)”. Asimismo, cerraba tal mensaje dejando al arbitrio de Bismarck la publicación o no de su misiva, algo que, por supuesto, procedió a hacer de manera inmediata.

Este telegrama pasó a la Historia como “telegrama de Elms”, y es considerado como la casus belli de la Guerra franco-prusiana, pues logró incendiar a la clase política francesa, que rápidamente calificó de “humillación” la negativa del Káiser y declaró la guerra a Prusia de la que, el pasado 19 de julio, se cumplieron 150 años.

Ver: Guerra Franco-Prusiana

Hasta aquí, pues, hemos sido testigos de cómo una cuestión aparentemente interna de un Estado, en este caso, España, con sus repercusiones en el ámbito internacional, trastocó para siempre el curso de la Historia de todo un continente. Es sabido que Prusia resultó vencedora del conflicto por el que Francia perdió sus posesiones de Alsacia y Lorena, fuentes de carbón y hierro, los principales motores económicos de las sucesivas revoluciones industriales que tenían un epicentro nómada, que se desplazaba de Londres a Berlín; tener la soberanía de semejantes territorios suponía el control hegemónico de la producción necesaria, no solo para abastecer a la población y a la economía, sino a la industria militar y armamentística, pues, no en vano, estamos en los inicios del imperialismo europeo, donde hacerse con un ejército vanguardista y bien abastecido se tronaba en esencial, dándose lugar a un nuevo concepto de guerra que se pondría en práctica cuarenta años después de los hechos que narramos. Ésta fue una de las principales razones que declinaron la balanza a favor de la victoria de Prusia, que desbordó a las tropas francesas con el nuevo modo de hacer la guerra.

España, cabal y atropelladamente, declaró su neutralidad en el conflicto, ya que, además, seguía inmersa en su plan de búsqueda de un Monarca que ya desvariaba hasta el extremo de tentar dinastías escandinavas.

En la Sala de los Espejos del Palacio de Versalles, símbolo emblemático de la Historia de Francia, nacía el Imperio Alemán en 1871 con la proclamación de Guillermo I como Emperador. Una auténtica humillación a ojos del pueblo francés, que, por su parte, promulgaba la III República.

La pérdida de Alsacia y Lorena siempre será uno de los motivos por los que se producirán las dos Guerras Mundiales que debió sufrir Europa en menos de tres décadas, de ahí que, en 1951, uno de los primeros pasos en la construcción de la actual Unión Europea fuera la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), para poner en común aquellas fuentes de energía que, en pleno siglo XX, aún eran los verdaderos artífices económicos.


[1] Debe tenerse presente que, en 1868, eran tres las facciones partidarias del derrocamiento de Isabel II, a saber: Demócratas; Unionistas; y Progresistas. Estos dos últimos grupos, mostrarán su apoyo al sistema monárquico, por considerarlo como el Régimen de Estado más propicio para la consolidación de los principios que abanderaba La Gloriosa (Manifiesto de 12 de noviembre de 1868). Por su parte, los Demócratas vivieron una escisión entre los partidarios de una República Federal y los defensores de la Monarquía, que recibieron el nombre de “cimbrios”.

[2] Era hermano de Leopoldo, Rey de los Belgas, y tío del Rey de Bulgaria y del Príncipe Consorte de Inglaterra. 

Para saber más:

González, M. Á. (1998). La Corona en el Estado Liberal. Monarquía y Constitución en la España del XIX. Revista de Historia Contemporánea UNED(17), 139-157.

Lario, M. Á. (1998). Alfonso XII y el turno sin pacto. Perrogativa regia y práctica parlamentaria. Espacio, Tiempo y Forma. Serie V. Historia Contemporánea., 11, 73-90.

Olmos, J. M. (2010). A la búsqueda de un Rey para España (1869-1870). Los candidatos y sus problemas. Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, 1-112.

Rubio, J. (marzo de 2007). Los primeros años del reinado de Alfonso XII: su compleja problemática nacional e internacional. Anales de Historia Contemporánea.(23), 1-54.

Sánchez, R. (13 de 07 de 2020). El Telegrama que dio lugar al imperio prusiano. ABC Historia.

 

 

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