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Libertad de conciencia y factor religioso en las relaciones internacionales

Los acontecimientos vividos en Francia a lo largo de las últimas semanas han puesto de manifiesto la imbricación del factor religioso en el ámbito de las relaciones internacionales. Desde 2015, año en el que se produjo el atentado contra Charlie Hebdo, se han venido sucediendo una serie de episodios que ponen de manifiesto la existencia de un islamismo radical bien alejado de las premisas del Corán; un terror que busca erosionar los valores sobre los que se fundó Europa. Entre ellos destaca singularmente la libertad de conciencia. Pero, ¿qué significa realmente esta libertad.

Aunque los principales textos internacionales hablan de este derecho tal cual, y lo enuncian en su tenor literal, lo cierto es que la libertad de conciencia no se encuentra del todo estandarizada en nuestra sociedad. Esto se debe a que el estudio del fenómeno religioso ha monopolizado durante años el análisis doctrinal. Sin embargo, poco a poco comienza a vislumbrarse un sector minoritario que empieza a dar peso específico a la libertad de conciencia. Alberto de la Hera puede ser, quizá, el autor más destacado. A su entender, en la libertad de conciencia se encuentran dos realidades: la libertad religiosa, las creencias, en las cuales “se está”; y la libertad ideológica, es decir, las convicciones que “se tienen”. 

Este es el bien jurídico protegido. En su distinción y unidad reside la esencia de la libertad de conciencia. No obstante, su concreción es cosa reciente. Muy reciente. Las interacciones que se han producido durante siglos entre la vertiente religiosa (o de culto) y la vertiente ideológica de la libertad de conciencia han llevado a la definición de distintos modelos de relación entre el poder temporal y el espiritual. Es decir, cada Estado, en términos políticos, tiene una forma particular de asumir el factor religioso. Hoy por hoy, la libertad de conciencia se encuentra garantizada en el concierto europeo, pero cada país se aproxima a ella de forma distinta, atendiendo a su identidad cultural y a los procesos históricos que ha sufrido con el paso del tiempo.

En la actualidad, cabe distinguir hasta cuatro modelos de relación entre el poder civil y el poder religioso, cada uno de los cuales, a su vez, se subdivide en dos modelos menores. Ocho formas en total, por consiguiente, de comprender la libertad de conciencia. Devaluándola, incentivándola, reprimiéndola o liberándola. 

Veámoslas sucintamente.

Los diagramas de Euler pueden ser bastante ilustrativos en este sentido. Imaginemos dos círculos idénticos: uno representando el poder temporal y otro el poder espiritual. Si se superpusieran, el ojo humano solo podría apreciar un único círculo, ¿correcto? Pues bien, esta sería la imagen más nítida del modelo de identidad: las funciones civiles se confunden con las religiosas en el marco de una realidad monista. El fiel es ciudadano y el ciudadano es fiel. El poder civil valora muy positivamente al poder religioso, y la consecución de los objetivos de uno favorece los del otro.

Este modelo comprende otros dos a su vez:

El primero sería la teocracia, en el que la Iglesia actúa como polo dominante. Lo religioso atrae a lo civil hasta tal punto que el Estado es miembro de la propia Iglesia, encargado de cumplir el designio de Dios para con el pueblo. Un ejemplo paradigmático, a la par que actual, sería el Vaticano.

El segundo de ellos recibe el nombre de cesaropapismo, y ocurre exactamente lo anterior, pero a la inversa: el Estado es el polo dominante, lo civil atrae a lo religioso y el ejercicio del poder, por consiguiente, se diviniza, justificando la autoridad en materia espiritual. El antiguo Imperio bizantino sería un buen ejemplo.

Siguiendo con la lógica de Euler, los círculos, en este caso, serían secantes. Los poderes ahora no se confunden; están claramente diferenciados, si bien, comparten un área de tensión que se denomina zona producto. En ella se volvería a replantear el modelo anterior: los poderes pugnan por imponer su jurisdicción, lo cual, justifica ahora la necesidad de establecer acuerdos (o concordatos) en materias que resultan especialmente sensibles para ambos, como sería la educación, el matrimonio o la asistencia religiosa en determinados establecimientos.

Nuevamente, conviene distinguir dos subtipos básicos:

Por un lado, estaría el Estado confesional. En este supuesto, prima la iglesia, capaz de adoptar decisiones políticas por razones religiosas. No existe, por lo tanto, una plena autonomía del poder civil. Históricamente, pudo apreciarse en aquellos países en los que triunfó la Contrarreforma católica (España, Francia, Austria).

La Iglesia de Estado sería el modelo alternativo. En este caso, sería el Estado el que prevalecería, al intervenir en asuntos internos de las confesiones. Lo que ocurre es que el aparato temporal asume la organización de la iglesia como función pública. Se da en los países donde venció la Reforma protestante (Inglaterra, Dinamarca, Noruega).

En este modelo, los poderes civil y religioso se excluyen entre sí, llegando incluso a negar la existencia del opuesto. No cabe hablar de subordinación en ningún sentido, pues no queda resquicio alguno para la libertad de conciencia. Las creencias se persiguen; se busca liberar al ser humano de aquello que lo aliena, de lo que neutraliza su raciocinio, en definitiva. Es por ello que Euler representa esta realidad mediante dos círculos completamente separados, sin ningún punto de conexión, generando dos realidades completamente independientes.

Dicho esto, deben distinguirse también dos sistemas:

La opción a) sería el Estado persecutor, en el que el poder civil es el que persigue a la religión. Llega al extremo de prohibir a sus ciudadanos no ya la práctica, sino el ejercicio de la libertad religiosa. Es el resultado de la Revolución francesa, el régimen marxista-leninista de la URSS o la Segunda República Española.

La otra opción sería la llamada Iglesia excomulgante. El poder espiritual, en virtud del dogma que nutre su religión, opta en este caso por excomulgar al Estado. Es decir, lo sanciona apartándolo de la comunidad de fieles, de tal forma que el aparato burocrático se convierte en paria. Se observó en la Edad Antigua y el Alto Medievo.

Este sería el último gran sistema a considerar, caracterizado por la secularización o desacralización del Estado y la sociedad. La supresión de privilegios y la búsqueda de una igualdad efectiva se traducen en una libertad de conciencia plena, que pasa a estar garantizada por el ordenamiento. Euler representaría nuevamente este modelo mediante dos círculos secantes, sin embargo, la zona producto tendría en este caso un significado bien distinto, pues revelaría los sectores del ordenamiento confesional que merecen relevancia civil por exigirlo así la tutela de la libertad de conciencia.

Así, pueden subdistinguirse otra vez dos modalidades:

Una de ellas sería el pluriconfesionalismo. En este caso, el Estado realiza una valoración positiva pero desigual del fenómeno religioso: se ofrece un régimen jurídico especial a las confesiones, en cuyo defecto, regiría el Derecho de asociaciones. Prima la libertad sobre la igualdad. Ad exemplum: Alemania, Bélgica, Luxemburgo.

Y por el otro lado, estaría la laicidad. El Estado volvería a realizar un juicio positivo del elemento religioso, pero ahora no brindaría un régimen especial a la confesión, sino que reconduce su regulación al Derecho común. Prevalece, por tanto, la igualdad sobre la libertad, tal como fijó el constituyente español en 1978.

Y la pregunta surge por sí: ¿es España, hoy por hoy, un Estado laico?

La respuesta debe ser no. Pero para alivio del lector, ningún Estado lo es. Ningún Estado pretendidamente laico, quiero decir. El artículo 16 de la Constitución lo deja bien claro, en realidad. En su apartado 3, se aborda la aconfesionalidad (o laicidad) del Estado, sin embargo, no se hace desde un punto de vista estático, sino dinámico. Esto es fundamental: la España de hoy es más laica que la de hace quince años, y esta, a su vez, fue más laica que la de hace treinta. Pero por esta misma regla, nuestro país, hoy, es menos laico de lo que lo será en cincuenta años, caeteris paribus. La laicidad, por consiguiente, comprendida como neutralidad, separación y reconocimiento de autonomía, es una visión, un objetivo a conseguir. Y huelga decir que la libertad de conciencia será más plena cuanto más laico sea el Estado que la garantice.

El Estado español cuenta con una libertad de conciencia bastante consolidada, no obstante. Se configura en torno a tres ejes en la Carta Magna:

  1. Como principio informador, llamado a orientar la labor de los poderes públicos hacia su máxima realización (art. 9.1 y 2 CE);
  2. Como garantía institucional, llamada a consolidar una noción amplia de pluralismo cultural (art. 1.1 CE y STC 20/1990); y
  3. Como derecho subjetivo, llamado a reconocer un ámbito de libertad o agere licere con proyección externa (art. 16 CE).

Es este último aspecto de la libertad de conciencia el que interesa subrayar, fundamentalmente. El artículo 16 de la Constitución se estructura en tres apartados: el último de ellos, como ya se ha mencionado, formula la aconfesionalidad del Estado. El segundo, por su parte, una inmunidad de coacción. Y el primero, que es el que a estos efectos interesa, reconoce la libertad religiosa, ideológica y de culto. Debido a su ubicación en el texto constitucional, esta libertad cuenta con lo que se denomina un “plus de fundamentalidad”: la garantía de los derechos fundamentales diverge según dónde se localicen, y el artículo 16, situado en la Sección 1ª del Capítulo II del Título I, goza de la tutela más exhaustiva de nuestro ordenamiento. Entre las garantías objetivas del derecho, se encuentra el contenido esencial del mismo, es decir, su núcleo duro (el Kern, según la doctrina alemana); aquello a lo que no se puede renunciar sin desvirtuar la naturaleza misma del derecho fundamental. 

En el ámbito de la libertad de conciencia, ocurre una cosa muy curiosa en relación con esto último. Como sea que nuestro sistema no es muy consciente del empaque de la libertad de conciencia, la regulación legal segrega el fenómeno religioso del ideológico, dotando al primero de ellos de un régimen jurídico propio. La Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa[1] es el primer resultado. Su artículo 2, en coherencia con la experiencia internacional, establece una vertiente individual y otra colectiva en el ejercicio de la libertad religiosa. Y es aquí donde viene el dato llamativo: esas dos vertientes, según apunta la doctrina, forman el contenido esencial de la libertad religiosa. Se trata de una auténtica singularidad legal, porque la eficacia directa de los derechos fundamentales hace innecesario su desarrollo legal a efectos tuitivos. Pero la libertad religiosa, habida cuenta del bien jurídico que protege, sienta la excepción: el legislador opta por recopilar su contenido esencial.

La regulación de la libertad religiosa no se agota aquí. El artículo 16.3 no solo recoge un principio de laicidad. A este hay que sumar un principio de cooperación, de marcado carácter internacional, que se expresa en los siguientes términos:

Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Que la Iglesia Católica reciba una mención expresa en el texto constitucional revela cierta amortiguación del principio de laicidad. La Iglesia Católica, ciertamente, goza de una posición privilegiada en el ordenamiento, apreciable no solo en materia fiscal (el cliché), sino también educativa, matrimonial, castrense o, simplemente, protocolaria. El constituyente trata de justificar esta posición a través de lo que se conoce como “confesionalidad histórico-sociológica”; en la transición hacia un modelo de neutralidad, el Estado puede optar por privilegiar una determinada creencia atendiendo a razones culturales o identitarias. Y verdaderamente, la sociedad española, aun hoy, se identifica mayoritariamente con este credo. Unos, en calidad de fieles, creyentes y practicantes; y otros, no obstante, en la estela de lo que Unamuno denominó “civilización cristiana occidental”, expresión ya desacralizada.

En cualquier caso, lo cierto es que la relación entre España y El Vaticano ha informado la consolidación de una categoría sui generis en Derecho internacional público: el concordato. Al amparo de lo dispuesto en el artículo 2.1 a) de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, no existe una “denominación particular” con la que referirse a los acuerdos internacionales; y como sea que la Santa Sede goza de subjetividad internacional a efectos de ius contrahendi (esto es, suscribir acuerdos), las relaciones de cooperación Estado-Iglesia vienen formalizándose a través de este instrumento tan específico.

Benedicto XIV y Fernando VI suscribieron el primero hacia 1753; casi cien años después, Pío IX e Isabel II actualizarían los términos de la cooperación; y en 1953, Pío XII y el Dictador Francisco Franco oficializarían el tercer concordato de nuestra Historia. Con el Concilio Vaticano II, se inicia una profunda revisión que culminaría con el Acuerdo básico de 1976, piedra angular de la relación actual con la Santa Sede. La renuncia a ciertos mecanismos ya obsoletos, como el derecho de presentación o el privilegio de fuero, llevaría a la adopción de cuatro acuerdos adicionales en 1979 que, implementando una óptica sectorial, consolidan el estado de situación vigente.

Esos acuerdos versan:

  1. Sobre Asuntos Jurídicos;
  2. Sobre Asuntos Económicos;
  3. Sobre Enseñanza y Asuntos Culturales; y
  4. Sobre Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos.

Y aunque la situación de las demás confesiones religiosas presentes en España es sustancialmente idéntica a la descrita, por expreso mandato constitucional, lo cierto es que pueden apreciarse ciertos matices diferenciadores. Los acuerdos de cooperación del Estado con otras confesiones distintas a la católica se formalizan vía Ley. Así, la Ley 24/1992 establece el Acuerdo de Cooperación con FEREDE (evangelistas); la Ley 25/1992 hace lo propio con FCJE (judíos); y la Ley 26/1992, por último, con CIE (musulmanes). La pregunta ahora es: ¿qué ocurre con las demás confesiones?

La oportunidad de un acuerdo de cooperación con el Estado español se supedita al cumplimiento de dos requisitos legales y un criterio administrativo. El primer requisito legal sería la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, que redunda en una serie de derechos derivados para la confesión en cuestión ya per se:

  • Obtención de personalidad jurídica;
  • Autonomía para organizar su régimen interno;
  • Inclusión de “cláusulas de salvaguardia”;
  • Creación de asociaciones, fundaciones o instituciones.

El segundo requisito sería la constatación de su notorio arraigo en la sociedad española, concepto jurídico indeterminado hasta la aprobación del Real Decreto 593/2015[2], que establece las siguientes condiciones:

  1. Que la religión lleve inscrita 30 años en el Registro de Entidades Religiosas, salvo que acredite 60 años en el extranjero con al menos 15 en España;
  2. Que la religión esté presente en 10 Comunidades Autónomas como mínimo, aunque se computan las Ciudades Autónomas también individualmente;
  3. Que la religión cuente con al menos 100 anotaciones registrales, salvo que se trate de establecimientos de gran relevancia; y
  4. Que la religión tenga una estructura representativa adecuada y suficiente y acredite presencia y participación activa.

A estos dos requisitos legales, se suma un criterio administrativo: la agrupación en Federaciones, para lo cual, se establece un íter legislativo que comprende seis pasos:

  1. Negociación entre el Gobierno y la Federación;
  2. Firma de los representantes;
  3. Autorización del Consejo de Ministros;
  4. Adopción de la Ley por las Cortes Generales;
  5. Ratificación del Rey; y
  6. Publicación en el Boletín Oficial del Estado.

La existencia de estos trámites no limita en ningún caso la libertad de conciencia. Antes bien, garantiza su ejercicio. Pero el agravio comparativo que se observa respecto a la situación de la Iglesia Católica sí que relativiza el principio de laicidad. He aquí el auténtico quid de la cuestión…

Precisamente por moverse en el polo opuesto de la disyuntiva, Francia ha sido tachada más que de laica, de laicista en los últimos años. La neutralidad que ha buscado mantener frente al factor religioso viene siendo observada por los expertos como indiferencia, y algunas veces, hasta como disfavor. Esto se debe a la separación, artificiosa, forzada, que ha hecho de la libertad de conciencia, segregando la vertiente religiosa de la ideológica por entender que, acaso esta última, comulga más con la idea de libertad que nació en 1789. Pero las convicciones y las creencias se complementan, no se repelen, y la función del Estado que se autodenomine laico no es otra que conciliar estas realidades. Frente al integrismo, integración; esa podría ser la moraleja de esta historia. Pues aunque la barbarie no se puede justificar en ningún caso, sí que se puede explicar, con mayor o menor acierto.


[1] Enlace a la Ley 7/1980: https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-1980-15955

[2] Enlace al Real Decreto 593/2015: https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2015-8642

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