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China: las claves de su futura hegemonía mundial

La proyección del gigante asiático a lo largo de esta última década no deja lugar a dudas: China será primera potencia mundial. Y aunque todavía quedan muchas incógnitas a este respecto, lo cierto es que ya puede observarse cierta convulsión en el panorama global. El centro de gravedad de las relaciones internacionales se está moviendo y la tensión, constante, palpable, entre Washington y Pekín parece aproximarlo en mayor medida a este último enclave, poniendo en jaque toda la arquitectura resultante de la Segunda Guerra Mundial. Por primera vez, un país en vías de desarrollo (un país oriental, además) parece tener opciones reales de liderazgo, y el proyecto que está sobre la mesa no deja de inquietar a los intelectuales.

Mi intención no es fomentar el debate; ¡suficientes ríos de tinta han corrido ya! Sin embargo, sí que creo necesario sistematizar los motivos que llevan a pensar tal cosa. Porque todo parece apuntar a que China acabará por imponerse, y lo hará gracias a una estrategia minuciosamente pergeñada que inunda lo político, lo económico y lo social. Estos tres ejes serán los que marquen el ritmo del discurso.

Así que, vamos allá.

Desde un punto de vista político, lo cierto es que existe bastante ambivalencia: algunos autores se muestran pesimistas con el avance de China, y otros, por el contrario, bastante optimistas. Entre los primeros se encontraría Graham Allison, analista norteamericano y autor de la ya célebre Trampa de Tucídides, que atiende a un fragmento muy concreto de la Historia de la Guerra del Peloponeso, obra clásica donde las haya. El fragmento dice lo siguiente:

Fue el desarrollo de Atenas, y el miedo que esto instauró en Esparta, lo que hizo inevitable esta guerra.

De estas pocas palabras, Allison extrae dos tipos de poderes, establecidos y emergentes, y lanza una hipótesis bastante inquietante: cuando un poder emergente en ascenso amenaza con desplazar a un poder establecido, la guerra, en términos históricos, es inevitable. El caso es que un estudio de la Universidad de Harvard ha venido a corroborar esta premisa recientemente: en los últimos quinientos años, doce de los dieciséis pulsos entre poderes emergentes y establecidos han desembocado en hostilidades… y la guerra comercial que actualmente entablan China y Estados Unidos parece estar invocando una suerte de prolegómenos. Algunos ya vaticinan una nueva Guerra Fría que, en esta ocasión, enfrentaría a Oriente y a Occidente. Y lo cierto es que no parece haber disposición a reformular los equilibrios internacionales. Allison se aferra a esta vía como la única capaz de frenar la escalada de tensión, sin embargo, la posición adoptada por la administración Trump desde 2016 obstaculiza todo intento; y claro está, la participación de Estados Unidos sería, en todo caso, fundamental.

En el otro extremo del debate, y entre los autores más optimistas, se encontraría curiosamente el búlgaro Ivan Krastev, autor, junto a Stephen Holmes, del ensayo La luz que se apaga (2019). La obra gira en torno a una fecha clave: el 4 de junio de 1989, año en el que se produjeron las famosas protestas de la Plaza de Tiananmén. Deng Xiaoping, presidente de la República Popular China a la sazón, decidió enviar a los tanques para reprimir la revuelta pro-democrática que se comenzaba a fraguar en aquel entonces, y la justificación que dio días después merece ser transcrita en su literalidad: “Su objetivo era establecer una república burguesa totalmente dependiente de Occidente”. Esta frase resume el sentir de China a la perfección; tanto es así, que la política de Xi Jinping en la actualidad se nutre profundamente de lo que esta máxima supo sentar entonces en el ideario colectivo. Pero además, debe considerarse que este acontecimiento no se produjo ni mucho menos de forma aislada. 1989 fue un año de conatos: la caída del muro de Berlín, el desmoronamiento del bloque del Este, el ascenso a la presidencia de Bush senior… todos ellos participaron del fin de una era (El fin de la Historia, en palabras de Francis Fukuyama), y el principio de otra. Krastev y Holmes la han bautizado como la “Era de la imitación”: un periodo caracterizado por la erosión paulatina de los valores occidentales a razón del blindaje mismo del que se dotaron.

Este blindaje, justamente, ha dificultado en gran medida la rendición de cuentas; también ha conllevado una actitud bastante tuitiva hacia Oriente y América Latina, en particular; y, por último, ha sido el caldo de cultivo de una serie de sensibilidades denominadas populistas o demagógicas que han socavado y despojado de cierto contenido al proyecto democrático liberal del siglo XX. Es precisamente en este contexto en el que se alza China. Pero a diferencia de Estados Unidos, Krastev y Holmes aprecian una distinción clave, y es que China no tiene pretensión de exportabilidad de su paradigma. Es decir, no desea inculcar su cultura en Occidente, sino defenderse de la occidentalización global a través de sus propias vías.

El comercio y la inversión, el crecimiento y el desarrollo… Todos ellos son pilares de la cultura occidental, y China los asume como tales, pule sus defectos y los emplea en su propio interés. Pero lo hace de forma bien distinta a Estados Unidos. La americanización del globo subyace a gran cantidad de los problemas actuales: las crisis de Corea e Irán, las trabas a reformar el Sistema de Naciones Unidas, las injerencias en Latinoamérica. De una forma u otra, con mayor o menor acierto, la mano del Tío Sam acaba aflorando, y lo que propondría China es acabar de raíz con esa variable. Krastev y Holmes concluyen de la siguiente forma su alegato:

Por eso el auge de China marca el final de la Era de la Imitación, porque, a diferencia de lo que hace occidente, el Estado chino expande su influencia internacional sin tratar de transformar las sociedades a las que trata de imponer su dominio.

Este elemento político hace de lo económico su mejor instrumento. Ya siquiera en el plano nacional, deben ponerse de relieve las importantes reformas emprendidas en China. Las dirigidas a aumentar la clase media, corregir los costes laborales o revaluar el Yuan son quizá las más relevantes. Pero ninguna de ellas podría entenderse sin analizar su consolidación como inversor a nivel internacional. Y es que la acción de China, visto su proyecto político, se extiende ya a lo largo y ancho del planeta.

Comencemos por Asia, ya sea por su proximidad. Antes he señalado que el centro de gravedad de las relaciones internacionales se está desplazando, y que la propia inercia de las tensiones entre Washington y Pekín parece estar aproximándolo más a esta última capital. Pues bien, esto se debe en gran medida a la importante iniciativa que está abanderando China en Asia Central: la Belt and Road Initiative. Xi Jinping busca abrir una nueva Ruta de la Seda que conecte Asia Oriental con Europa; un proyecto faraónico por el que transitarían carreteras, ferrocarriles, oleoductos y otras infraestructuras a fin de constituir la mayor área comercial del mundo.

Tanto es así que se prevé implementar hasta cincuenta zonas económicas especiales llamadas a controlar el ingente tránsito que vertebraría la región. Ocurre, no obstante, que Asia Central es un espacio geoestratégico de primer orden. Rusia y Estados Unidos llevan años pugnando por la hegemonía en el lugar. Piénsese que la región es una de las principales zonas de conflicto del planeta. Con lo que, la desconfianza hacia China aumenta. Donde el gigante asiático dice ver grandes oportunidades de inversión y crecimiento, otros ven dejes de expansionismo militar y dirigismo regional, lo cual, no dejaría de generar fricciones añadidas al pulso que ya mantienen Estados Unidos y Rusia.

Pero esta no sería ni mucho menos la única apuesta de China. Más consolidada aún se encuentra su presencia en África. La Conferencia de Bandung, ya hacia el año 1955, comenzó a sentar las bases de lo que hoy es una relación muy conveniente. El encuentro estaba llamado a reivindicar la existencia de y reclamar la cooperación entre los países del tercer mundo, y China aprovechó la oportunidad. El establecimiento de relaciones diplomáticas a lo largo de la década de los sesenta con muchos países de África no solo permitió a Pekín afianzar su capitalidad, discutida por Taiwán, sino que también catapultó a China al estatus de primer socio comercial de la región.

Surge así lo que en el ámbito de la negociación internacional se denomina un win-win; ambas partes ganan. África, por un lado, en infraestructuras, gracias a la importante inversión del gigante asiático. Pero China… China ganaría mucho más. A los intereses que lleva aparejada ya la inversión, hay que sumar las cláusulas de garantía, pequeñas estipulaciones que permitirían al país, en caso de impago, abastecerse con las materias primas del continente africano o, en su defecto, tomar posesión de las infraestructuras erigidas para su explotación. El nivel de endeudamiento de la costa este, especialmente, hace pero que muy tangible este beneficio potencial, y lo que a priori se articula como una mera cláusula de salvaguardia, podría llegar con el tiempo a extender la Nueva Ruta de la Seda a lo largo y ancho de la costa africana, con el consiguiente impacto que ello tendría a nivel geoestratégico.

La situación en América diverge ligeramente de la anterior. Si África apoyó desde un primer momento y de forma prácticamente unánime la capitalidad de Pekín, Latinoamérica se mostraría algo más reticente y favorable a Taiwán. Esto, en un primer momento, supuso un cierto desentendimiento entre ambos. No obstante, el fracaso de las recetas neoliberales que se aplicaron en el Cono Sur durante la década de los ochenta originaría un cambio de actitud en los interlocutores. China comienza a ganar interés en América Latina. Desde el año 2000, las inversiones en la región (singularmente, en Venezuela) crecen de forma exponencial. Sin embargo, han sido las medidas aprobadas por la administración Trump, de marcado carácter proteccionista, las que han terminado por afianzar la relación. Pero la presencia de China en América no se circunscribe en exclusiva al espacio latinoamericano; Estados Unidos, mal que pese, también tiene bien imbricado el factor asiático en su economía.

De entrada, debe señalarse que el 17% de la deuda total exterior norteamericana está en poder de China; 1,13 billones de dólares, aproximadamente, lo cual, hace de la famosa guerra comercial una auténtica arma de doble filo. Los orígenes de la contienda surgen en un plano eminentemente político: Donald Trump, con el lema Make America Great Again, inicia una deriva proteccionista que busca combatir, en el ámbito de la propiedad intelectual, la competencia desleal de China. A tal fin, el presidente se vale de lo dispuesto en el artículo 301 de la Ley de Comercio de 1974, una norma prácticamente obsoleta cuya invocación apenas permite sostener la retorsión. Es por ello que las hostilidades denigran al ámbito aduanero, produciéndose, aquí sí, la escalada arancelaria de la que se hicieron eco los noticiarios y que llevaría a la destrucción de los tipos de cambio, especialmente tras la devaluación del Yuan. Las exportaciones se resienten desde entonces, afectadas aún por la espiral de represalias que atrapó a ambas potencias.

Si algo demuestra esta experiencia, es que la inocuización, la neutralización del competidor no es la vía correcta. Vivimos una época que nos compele al entendimiento, a la multilateralización de esfuerzos, tal como se desprende del último de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS), y a estos efectos, transitar de un paradigma de tolerancia, esto es, estratificación; a otro de respeto, o igualdad, deviene fundamental. Por ello se hace imperativo comprender la realidad social del interlocutor; la cultura y la visión, en este caso, de China. Siguiendo a Martin Jacques, una correcta comprensión de este país pivota sobre tres precisiones básicas. La primera, y la más importante quizá, es que China no es un Estado-nación, sino un Estado-civilización. Fundado en la adoración de los ancestros, una noción de peculiar de familia y, en resumen, los valores confucianos, China se caracteriza por su unidad en la diversidad. Un ejemplo claro sería el estatuto jurídico de Hong Kong, que desde 1997 sigue la máxima “un país, dos sistemas”.

Pero esta diversidad, apreciable fundamentalmente en los márgenes del país, se conjuga a su vez con una identidad mayoritaria, el segundo elemento a considerar. El 90% de la población se identifica con una única dinastía, la dinastía Han, fruto de más de dos mil años de conquista y asimilación que, actualmente, han venido a cristalizar en una cierta superioridad racial. El tratamiento que han recibido colectivos minoritarios como los uigures y los tibetanos, son buena prueba de ello; España, sin ir más lejos, ha conocido de varios expedientes de jurisdicción universal en este sentido. No obstante, los arreglos diplomáticos han terminado prevaleciendo en detrimento de una encendida defensa por los derechos humanos. Esta es, quizá, una de las grandes asignaturas pendientes del gigante asiático.

Por último, habría que hacer alusión a la percepción social del autoritarismo y a la legitimación, en definitiva, del propio sistema chino. Que engarzan, básicamente, con la solidez y la omnipresencia inherentes a la estructura estatal. Solidez, porque, en sus más de mil años de vida, no ha habido ningún desafío de enjundia a la coerción legítima en régimen de monopolio, esto es, la capacidad de ejercer o hacer uso de la fuerza que asiste al Estado. Y esto se debe, fundamentalmente, a la omnipresencia del mismo. Actuando en calidad de guardián de la civilización y sus valores, se inserta en la propia lógica familiar ejerciendo incluso el rol de cabeza de la misma; una realidad fundada en las costumbres de los mayores que llega a perfeccionar el aparato político.

Una correcta implementación de estos tres factores a la hora de interactuar con China se hace imperativa. Permite, de hecho, superar ese paradigma de tolerancia que ya se señaló, y avanzar hacia un diálogo basado en el respeto, en la igualdad de partes. Que un país en vías de desarrollo, un BRICS, esté llamado a desempeñarse como primera potencia mundial, evidencia un cambio sustantivo en la arena internacional, y el desafío no es otro que la gestación de un nuevo equilibrio de poderes para una realidad cada vez más líquida y cambiante. Pragmatismo y resiliencia, pues, son las claves de nuestro tiempo. Y lo son, especialmente, para conversar con Oriente.

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